sábado, 11 de septiembre de 2010

Cien años del nacimiento de Manuel Mujica Lainez


Manucho por cien
Se cumplen hoy cien años del nacimiento de Manuel Mujica Lainez, el célebre autor de “Misteriosa Buenos Aires”.

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Contar fue —voy a utilizar dos palabras de raíz religiosa— una vocación y una predestinación de Manuel Mujica Lainez, el escritor argentino que vivió entre 1910 y 1984 y dejó una obra numerosa, narrativa en su mayor parte pero también poética y ensayística, si se tolera el abuso de estirar este vocablo hasta abarcar la biografía, el artículo de tema literario o histórico y la nota de viaje; todo lo que no es resultado de la pura invención, aunque la incluya en alguna medida. Tradujo, además, medio centenar de sonetos de Shakespeare y piezas teatrales de clásicos franceses.

Durante la infancia se nutrió de relatos y libros. Su abuela Justa Varela de Lainez y en particular sus tías Lainez sabían las cosas más insólitas y se complacían en narrarlas con prodigalidad ante el fascinado niño. No pocos de esos relatos concernían a la propia familia y tocaban a personajes y sucesos de la historia argentina, sobre todo a la historia intelectual.

Por los Varela se emparentaban con dos figuras sobresalientes de las letras nacionales: Juan Cruz Varela, poeta neoclásico, admirador del español Manuel José Quintana y autor de dos tragedias clásicas, de augustas odas dedicadas a héroes y victorias de las guerras de la Independencia; y Florencio Varela, uno de los más notables periodistas de su tiempo, ambos proscritos durante la tiranía de Juan Manuel de Rosas.

Justa Varela fue mujer de Bernabé Lainez Cané, por el cual, en la sangre de nuestro escritor, corría también la de otro clásico de las letras argentinas, Miguel Cané, autor de Juvenilia y fiel exponente de la llamada generación del 80, formada por hombres que amaban la cultura, las artes, los viajes, la conversación y el refinamiento, ciudadanos de un Buenos Aires cosmopolita y próspero, aunque también babélico y contradictorio.

Con ellos tenía Mujica Lainez, por temperamento y formación, muchos puntos de contacto. Hay que añadir que la madre del escritor, Lucía Lainez de Mujica Farías, era mujer de cultura poco común, que escribía con gracia y elegancia, según lo demuestra su libro Recordando..., memorias de su permanencia en Francia.

El primer Mujica establecido en el Río de la Plata, a mediados del siglo XVIII, fue Juan Bautista de Mújica y Gorostizu, vasco por todos lados, unido en matrimonio con una descendiente de otro vasco, nada menos que Juan de Garay, quien fundó Buenos Aires en 1580. Estas referencias genealógicas no son impertinentes en el caso de Mujica Lainez, pues en su vida y en su obra importaron.

El orgullo de la prosapia —inalterable en el transcurso de la historia, desde la nobleza por la gracia de Dios hasta la procurada por las armas o por el dinero— se reitera en el autor, tanto en sus obras argentinas, con personajes de sobria ascendencia, como en las de tema europeo, en las que espejean escudos de armas de familias reales y de antiguo y preclaro origen. El escritor publicó, en la revista El Hogar, entre 1947 y 1948, nueve notas con el título general de “La historia viva en nuestras casas tradicionales”, fruto de investigaciones documentales y de frecuentaciones amistosas.

Las notas pueden leerse en Los porteños (Ediciones Librería de La Ciudad, 1979). La curiosidad por los abolengos, sin embargo, no lo desvió jamás del primordial aprecio dispensado a la belleza, la gracia y la inteligencia como rasgos parejos a la nobleza.

Prehistoria del narrador

Mujica Lainez mostró muy tempranamente su vocación por las letras. De la infancia data una comedia, y de la adolescencia, cuando cursaba sus estudios secundarios en la Ecole Descartes, de París, un poema, redactado en francés y en alejandrinos, en el cual solicitaba clemencia al jefe de celadores para que los librara a él y a sus compañeros de una dura penitencia.

Los versos ablandaron al celoso custodio del orden escolar y descubrieron en el alumno la aptitud para componerlos circunstancialmente y con calidad propia de consumado repentista. Cuántas veces iba a exhibir esta sorprendente aptitud, registrada, en parte, en el inédito Cancionero de La Nación (el diario del cual fue redactor durante casi cuarenta años) y, en parte, en la memoria de sus amigos.

De esa época se ha conservado una breve y también inédita novela, en francés, titulada Louis XVII. En la dedicatoria del único ejemplar que existe, mecanografiado y con fina encuadernación, el autor no oculta el orgullo de sus catorce años: “À Papa, mon premier livre”. En el transcurso de nueve capítulos se desarrolla la historia de un personaje que ha perdido la razón y se cree Luis Carlos, el Delfín de Francia, segundo hijo de Luis XVI y María Antonieta, encerrado en el Temple (viejo monasterio de los templarios) y proclamado Luis XVII por los nobles exiliados, luego de la ejecución de sus padres. El Delfín murió en la prisión en 1795, pero algunos creyeron que se le había facilitado la huida y que en su lugar había quedado un niño enfermo.

Amparándose en esta suposición, ciertos intrigantes, luego de la caída de Napoleón I, trataron de hacerse pasar por el hijo del rey decapitado. Un cuarto de siglo después retomó Mujica Lainez el tema en “La escalinata de mármol”, de Misteriosa Buenos Aires, donde se deja entrever que el Delfín, con el nombre de Pierre Benoit, murió en Buenos Aires.

Luego de este intento —más bien ejercicio escolar avanzado, Mujica Lainez advirtió que para llegar a ser un verdadero escritor debía sumergirse hondamente en las aguas del propio idioma. Sin embargo, se dio el gusto de redactar en francés, mucho más tarde, “Le royal Cacambo”, de Misteriosa Buenos Aires.

Cumplida la experiencia europea (París y Londres) entre 1923 y 1925, concluyó en su ciudad natal los estudios secundarios, comenzó y abandonó los universitarios en la Facultad de Derecho y fue fugaz funcionario en el Ministerio de Agricultura y Ganadería. El período de transición e indecisión concluyó cuando se dedicó, y para siempre, al periodismo; primero, y por poco tiempo, en la sección de noticias del interior del diario La Razón, y luego, a fines de 1932, en la redacción de La Nación.

Ensayo y ficción

En el fértil 1934 (el autor tenía 24 años) comenzaron a aparecer en La Nación páginas basadas en lecturas españolas. Respiraba el escritor aires hispánicos no sólo en la literatura sino en el trato asiduo con personajes de los Cursos de Cultura Católica, de quienes se apartó cuando, en la Segunda Guerra Mundial, algunos de ellos —entre los cuales había amigos de la infancia— tomaron partido por nazis y fascistas. Mujica Lainez se puso del lado de los Aliados. Dos años después, aquellos trabajos aparecieron reunidos en Glosas castellanas, su primer libro. Lo integran ocho ensayos literarios, muestras de su inmersión en la lengua española y su literatura.

La serie titulada “Prosas quijotiles” se inclina hacia la ficción, pues el elemento imaginativo tiene en ella papel preponderante: invención del autor a partir de la invención cervantina. “El cura y el barbero” cuenta cómo los dos personajes, leyendo algunos libros de la biblioteca de Don Quijote, después del escrutinio que salva o condena obras literarias, conciben la idea de emprender, a su vez, aventuras quijotescas.

Los duques de la “prosa” así denominada aparecen como esclavos de sus quimeras. En “El pintor de Don Quijote”, el escritor supone que tal artista es El Greco y, en “El escepticismo de Sancho”, éste confunde a verdaderos bandoleros, que lo maltratan, con carneros, al revés del amo.
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Fiel a la Historia desmitificada, humanizada, Mujica Lainez publicó a continuación tres biografías de escritores argentinos: su pariente Miguel Cané, el romántico, padre del citado autor de Juvenilia (1942), y dos poetas gauchescos, Hilario Ascasubi (1943) y Estanislao del Campo (1946), tríptico en el que se anuncia aventajadamente el narrador artista pronto a demostrar su cabal madurez. En la misma década aparecieron dos obras fervorosamente dedicadas a su ciudad: Canto a Buenos Aires (1943), en verso, y Estampas de Buenos Aires (1946), en prosa.

Cuentos encadenados

Luego de esta larga, minuciosa y ejemplar preparación, el escritor dio a conocer, en el umbral de la cuarentena, Aquí vivieron (1949) y Misteriosa Buenos Aires (1950). Los forman cuentos compuestos especialmente para encadenarse en estos dos libros de estructura semejante, próximos a la novela. El primero se sitúa espacialmente en los Montes Grandes, luego barrancas de San Isidro, y el segundo, en Buenos Aires.

Temporalmente abarcan casi cuatro siglos de vida argentina. Además del título, cada cuento lleva la indicación del año en que transcurre. En La Nación aparecieron “Huecufú” (1947), “Crepúsculo” (1949) y “Un granadero” (1950). Los dos últimos se incorporaron más tarde a Misteriosa Buenos Aires. En cambio, “Huecufú”, destinado en principio a encabezar Aquí vivieron, quedó fuera.

Huecufú es un duende que asiste al combate del 15 de junio de 1536 entre españoles e indígenas y advierte la presencia de los ángeles blancos y los ángeles negros que, invisibles, participan de la lucha. Luego de la derrota de los indios, desaparece. Una nota del autor dice: “Comienza con este relato la ‘biografía’ de un solar de los alrededores de Buenos Aires. Como siempre, en el principio está lo mitológico”.

Aquí vivieron lleva como subtítulo “Historias de una quinta de San Isidro, 1583-1924”. Siguiendo su costumbre, el autor consigna las fechas de composición de los cuentos, entre el 7 de mayo de 1947 y el 5 de mayo de 1948. Ocho de los veintitrés relatos se desarrollan durante la Colonia y los demás en la Argentina independiente.

En ellos lo histórico gravita tanto en los ajustes que exige cada época como en las referencias a personajes y situaciones oficiales y en los detalles del escenario que va modificándose con el paso de los años. Es materia que Mujica Lainez domina ya perfectamente. Tal dominio le permite inventar con libertad y, al mismo tiempo, con propiedad histórica. El margen de libertad se amplía gracias a que los protagonistas de los relatos no son personajes públicos y notorios, de actuación ya establecida, sino gente común de las diversas épocas del transcurso temporal.

En el breve prólogo de la edición de 1962, la tercera, el autor manifiesta su predilección por el libro. “Lo quiero especialmente, quizás porque las imágenes que lo forman están íntimamente enraizadas en lo hondo de mi infancia y de mi adolescencia y porque, si alguna rara vez lo recorro todavía, me trae el perfume del viejo San Isidro, que es el de mis años distantes, intenso y secreto”.

Cuando allí se construye una quinta, los cuentos comienzan a encadenarse y a formar una trama que abarca el conjunto, sin que las narraciones pierdan independencia. Los miembros de una familia reaparecen en varias. Son los moradores de la quinta que se menciona, por primera vez, en “Los amores de Leonor Montalvo”, la hija adolescente de un pulpero de la ciudad, de la cual se prenda Don Francisco Montalvo, hidalgo cuarentón y adinerado.

Su amigo, el capitán Domingo de Acassuso “edificaba a la sazón una iglesia, cumpliendo un voto, a cinco leguas de la ciudad, frente al Río de la Plata. Crecía en torno una población titubeante, que empezaba a llamarse San Isidro en homenaje al santo labrador a quien estaba consagrada la capilla. En 1718, un año después de la boda, Montalvo adquirió allí una propiedad sobre la barranca...”.

La casa que allí hace construir es la jaula en la que encierra a su joven esposa. Más tarde, el dueño es Fernando Islas de Garay, descendiente (como el mismo Mujica Lainez) del fundador de Buenos Aires. En “El poeta perdido” se habla de otros parientes del escritor, mucho más cercanos: Fray Julián Perdriel, Juan Cruz Varela, Miguel Cané (padre) y Misia Bernabela Andrade. Una Islas se casa con un Montalvo, remoto pariente de los primitivos dueños de la finca, y de esa unión nace Francisco, el poeta romántico. Al quedar huérfano, vive con su tía Catalina Romero de Islas, dueña de un collar de rubíes que tiene una historia particular dentro de la serie.

La quinta de San Isidro pasa luego a manos de Teresa Rey de Montalvo, viuda de Francisco, y, más tarde, a las de Diego Ponce de León, que “alimentaba la locura del arte, la fiebre de los objetos” (“El coleccionista”), y concluye por perder su fortuna (“El dominó amarillo”); la quinta se degrada y finalmente el terreno se lotea y se vende (“Muerte de la quinta”). El tiempo y la decadencia son temas que se destacan ya como característicos de Mujica Lainez, como igualmente cobra relieve la visión plástica del escritor para animar escenas en las que formas y colores resaltan.

En algunos de los cuentos se verifican los choques de fantasía y realidad que mostraban los primeros relatos del escritor, pero realzados por situaciones en las que alucinaciones, visiones, espectros, fantasmas, hechicerías propias de cultos africanos, amores ambiguos y prohibidos, odios y resentimientos irrumpen en la realidad superficial. En “El camino desandado”, un escribiente es testigo del aquelarre en el cual se corporizan mágicamente seres y hechos ocurridos en el lugar. El lenguaje del escritor perfecciona un dejo español subrayado a veces por arcaísmos, por el constante leísmo (“la negra le mató con su propio cuchillo”) y la utilización esporádica de los pronombres enclíticos, como en el caso de “animábanse las pausas de silencio”.

Cuentos de Buenos Aires

Poco después de concluir Aquí vivieron, inició —el 20 de octubre de 1948— Misteriosa Buenos Aires, una obra maestra. Le puso punto final el 18 de octubre de 1950. Siguió el mismo plan del libro anterior, en un orden cronológico que los títulos de los cuarenta y dos relatos van indicando. Pero como el espacio se ha ampliado y del solar sanisidrense ha pasado a abarcar a Buenos Aires —la precaria Buenos Aires de los años coloniales y los primeros de la Independencia—, los lazos entre personajes casi no existen.

El único factor de unidad es, ahora, la propia ciudad. Ante todo, Mujica Lainez vuelve a desarrollar su propósito de restituir al pasado la dimensión humana. La vida de ayer ha sido como la de hoy y es preciso situar el relato histórico en ese contexto fundamental, sin el cual seres y hechos se deshumanizan.

“Quienes pretenden que los seres que poblaron nuestro territorio desde la fundación de las ciudades, lo mismo en la zona de San Isidro que en cualquier lugar de la patria, no fueron hombres y mujeres de carne y hueso, se equivocan. Los que se forman esa idea de nuestros mayores acumulan sobre su muerte la sospecha de que en realidad no han vivido nunca. Y no hay tal. Vivieron. Y hasta es posible que vivieran con mucha más intensidad que nosotros mismos; con la intensidad que da el aislamiento, gran madurador de pasiones” (La Nación, 5 de julio de 1949, en una comida en su homenaje).
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Mujica Lainez fiel a sí mismo

No fue Mujica Lainez un innovador ni perdió el sueño por el afán de situarse en las líneas de vanguardia. Como Borges, se mantuvo siempre fiel a sus convicciones, como escritor y como hombre, aun cuando marchara contra la corriente y se ganara enemigos. Era un escritor de personalidad perfectamente definida, seguro de sí mismo. Sus temas y su estilo de escritura obedecían a inclinaciones profundas y a una preparación que, como se ha visto, fue larga y minuciosa.

Por temperamento y por formación, coincidía con el realismo decimonónico que culminó con Marcel Proust; no el realismo de Balzac sino el de Flaubert, Stendhal, Henry James y el del maestro de En busca del tiempo perdido, reveladores de un mundo refinado y a veces aristocrático, muy afín al propio mundo del autor porteño.

En el ámbito de las letras argentinas, estas características lo distinguieron tanto de los novelistas del 80, adictos al naturalismo, como de los realistas urbanos, como Manuel Gálvez, o rurales, como Benito Lynch. Ya me referí a la filiación modernista de Mujica Lainez, a través de la fascinación provocada por La gloria de Don Ramiro, de Enrique Larreta, patente en Don Galaz de Buenos Aires pero atemperada en adelante. No perteneció a ninguna de las generaciones reconocidas en su tiempo.

Era adolescente cuando Borges trajo de España el ultraísmo, manifestación española de la vanguardia, expandida luego y origen del singular florecimiento literario de la generación martinfierrista. Fue, sobre todo, una generación de poetas, como la posterior generación del 40. En adelante, la madurez del escritor lo alejó de tendencias y capillas. Tampoco formó parte de la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo, dedicada a dar a conocer a nuevos escritores de Europa y de América.

Sólo tardíamente colaboró en ella. En la década del 30, la de los comienzos de la famosa revista, el joven escritor, según se ha visto, hacía su aprendizaje, su “academia”. Los libros iniciales y los siguientes tenían pocos rasgos en común con los gustos y las tendencias de la gente de Sur. Desde el punto de vista de sus ideas, así como se pronunció en favor de los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial, formó parte de la oposición al régimen instaurado por Juan Domingo Perón, y no coincidió con las izquierdas ni con los progresismos cuando éstos ascendieron a un primer plano en el ámbito de la cultura.

Fiel a sí mismo, al personaje que se había forjado, padeció no pocos embates de quienes lo consideraban sobreviviente de una época superada. Pasado el tiempo, sus libros han seguido su propio camino, y su poder de seducción les ha conquistado lectores fieles, dispuestos a saborear el placer de leer a quien irradió siempre el placer de contar. Jorge Cruz

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